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Tengo problemas con la palabra “querer”, pero no por culpa de una pareja. No tiene que ver con el romanticismo o el sexo. Tampoco está relacionado con flores, dulces o con salir a bailar. Mi problema con el amor tiene que ver con un hombre, mi mejor amigo, Kichi. Creo que a estas alturas ya le he dicho unas cinco o seis veces que lo quiero, pero él nunca me lo dice.

Cuando la gente dice “te quiero”, en especial cuando lo hace por primera vez, hay ciertas cosas que pueden estar diciendo. Quizá sea “¿Me quieres?” (la pregunta que se cuela en medio de la confesión) o, tal vez diga, con mayor desesperación, “Quiéreme, por favor”.

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Con Kichi no es así. Sé que me quiere. Puedo sentirlo todo el tiempo. No tengo que pedirle que me quiera. No tengo necesidad de preguntármelo. Le digo que lo quiero por una razón muy sencilla: es un hecho innegable.

Pero él no me lo dice. La mayoría de las veces se lo he dicho al momento de despedirnos, un par de ocasiones mientras hablábamos por teléfono, una vez cuando yo estaba ebrio, y otra cuando se sentía herido y yo trataba de consolarlo. Siempre hay un momento de silencio y luego dice algo como: “Sí, hermano, te veo luego”.

No necesito que me diga exactamente lo mismo, pero me pregunto qué le impide pronunciar esas palabras. ¿Qué es lo que les impide a casi todos los hombres jóvenes decirles a sus amigos hombres que los quieren?

Cuando tenía 8 años, tuve a mi primer mejor amigo. Pedro era delgado como un fideo, nervioso y tenía el cabello alborotado, lleno de esa ternura indómita que solo tienen los niños. Cuando me mudé a Filadelfia, me acogió –yo era ese niño nuevo y nervioso en la escuela– y me cobijó bajo sus alas.

Pedro y yo pasábamos los fines de semana dando caminatas con su madre por los senderos del bosque cerca de su casa. Él y yo caminábamos despacio, tomados de la mano mientras avanzábamos, con los dedos entrelazados. Hasta el día de hoy, siempre que participo en la sagrada práctica humana de tomarse de la mano, pienso en Pedro.

En una de nuestras caminatas, otro niño, vecino de Pedro, nos interrumpió dando un golpe entre nuestras manos, lo que nos asustó.

“¿Se dan la mano?”, preguntó. “Eso es gay”.

Recuerdo que no sabía con exactitud el significado de “gay”, pero al escuchar cómo otros niños pronunciaban la palabra, me imaginaba que era algo que no querías ser. Tenía la terrible sensación de que el mundo exterior había irrumpido en nuestro espacio verde silencioso. Pedro y yo no volvimos a tomarnos de la mano jamás.

Seguíamos preocupándonos el uno por el otro, pero ese día comprendimos que debíamos regular nuestro interés en el otro, refrenarlo, aplicarle una llave y no dejarlo salir nunca. Lo aprendimos a manos de otro niño de nuestra edad, quien probablemente lo aprendió gracias a otro niño de cualquier edad.

Pedro y yo aprendimos lo que los hombres en Estados Unidos han aprendido de forma reiterada: que la ternura debe regularse conforme a un conjunto de códigos que debemos conocer muy bien, como si nuestra supervivencia dependiera de ello. Se trata de una lección que se ha enseñado a lo largo de muchos años, se ha pasado de una generación a otra y, como si fuera la mejor de las lecciones aprendidas, se prende de ti hasta que casi no logras distinguir dónde termina la lección y dónde comienzas tú.

Cada hombre lleva dentro una lista de todos los hombres que ha querido sin haber encontrado jamás las palabras para decírselo.

Conocí a Kichi a mediados de mi primer año en la universidad, cuando era de nuevo ese niño nervioso que, en esta ocasión, era anfitrión de una fiesta. Siempre he vivido con un conjunto de tics rotatorios generados por la ansiedad. Ese año me había aficionado a torcer el cordón de mi universidad donde llevaba mi llave, enredándolo y desenredándolo en mi dedo.

Cuando la gente comenzó a entrar a mi dormitorio, empecé a hacer las vueltas nerviosas sin darme cuenta de lo que hacía hasta que escuché un tronido y vi que mi llave había golpeado la pantalla del iPhone de un extraño y le había hecho un pequeño rasguño. El extraño era Kichi.

El primer mensaje que le envié fue una disculpa a la mañana siguiente. Fue amable y aceptó la disculpa. Acordamos salir a pasar el rato.

El primer año es un buen momento para apegarse a las personas. Comencé a salir con Kichi cada vez con más frecuencia, hasta que salíamos casi a diario, y luego varias veces al día. Cuando llegó el momento de buscar alojamiento para el segundo año, decidimos compartir vivienda. Hicimos migas pronto, pues ambos estábamos ávidos de arraigo en un lugar nuevo. Seguimos siendo unidos con el paso del tiempo porque no había nada que se sintiera más natural.

Kichi y yo somos mestizos, nuestras madres son blancas, nuestros padres migrantes con nombres difíciles de pronunciar. Procedemos de ciudades que nos enorgullecen: él de Seattle y yo de Filadelfia, pero en la mayoría de los aspectos somos distintos. Él es tranquilo y relajado, anda en patineta, tiene su ropa doblada y ordenada, escribe poemas y adora la inmunología. Cuando está triste, no se queda así durante mucho tiempo.

Admiro lo reflexivo y silencioso que es y el equilibrio que le da a su vida. Cuando le cuento mis problemas con una novia, mis problemas con la escritura o de otra naturaleza, cualquier cosita que dice o nota siempre me da vueltas en la cabeza durante días. Agradezco su constancia y él agradece que yo sea sensible y que casi nunca esté equilibrado o sereno en absoluto. Le gusta que sea un desastre y medio torpe.

Cuando nuestra amistad se volvió más cercana, comencé a aprender ciertos hábitos de él y él empezó a adoptar algunos míos. Le gusta que sea un desastre, y quizá por eso sé que me quiere. De cualquier modo, ¿qué otra cosa podría querer?

Los códigos que siguen los hombres respecto al amor son engañosos. Por ejemplo, aunque desaprueban decir “Te quiero” de forma directa, en ocasiones decirle a otro hombre “Te aprecio” o “Te llevo en el corazón” está bien. Incluso, podría ser admisible decir “Te quiero” si lo dices seguido inmediatamente de un “hermano” o “amigo”.

Estas son las maromas lingüísticas que la masculinidad nos obliga a realizar, las negociaciones que hacemos  con el lenguaje para mantenernos dentro de los límites aceptables de la hombría.

Habría que añadir una nota al pie a este código. En ocasiones las circunstancias más inconvenientes o terribles pueden provocar una expresión aceptable de amor, pero únicamente en ese momento específico, y jamás se deberá volver a tocar el tema.

Hace dos años, Kichi y yo nos tomamos semestres sabáticos de la universidad y pasamos una temporada en Colombia, de donde es originario mi padre. Un día, cuando estábamos en la ciudad costera de Capurganá, me enfermé de pronto y la fiebre y el mareo hicieron que cayera de rodillas mientras caminaba por la playa.

Me dio miedo enfermarme tan misteriosamente en un lugar en el que podría ser difícil conseguir ayuda. Kichi buscó a un médico por toda la ciudad. Al no encontrar a ninguno, decidió que su curso propedéutico de medicina tendría que ser suficiente y me atendió. Puso su mano en mi frente. Me susurró al oído. Me repitió una y otra vez que iba a mejorar… hasta que así fue.

Este fue quizá el momento más íntimo entre nosotros, provocado por mi enfermedad e impensable en cualquier otro momento.

Este es el código, tanto intrincado como de largo alcance. Kichi y yo no tenemos las características típicas de los chicos masculinos universitarios. No formamos parte de una fraternidad ni de un equipo deportivo. Ni siquiera hemos hablado más de una vez acerca de la masculinidad y las cosas absurdas que nos exige, sin embargo, hemos vivido en este mundo. Crecimos como hombres en Estados Unidos. Aprendimos este código y lo practicamos. No hay inmunidad.

Hay una parte de esta historia que aún no he reconocido: cada vez que le digo a Kichi “Te quiero”, me siento incómodo. Yo mismo noto lo raro de la declaración. La lección está inmersa en lo profundo. Dudo, me retraigo, pero en mi mente consciente, sé que es lo que quiero decir, así que intento decirlo.

Quiero decirle a Kichi que lo quiero y que solo signifique eso. No quiero que haya ningún deseo o cuestionamiento o expectativa ocultos en mis palabras. Quiero amar de una forma que supere la necesidad de confirmación o reciprocidad. Esto es lo que he llegado a conocer como el amor más sincero: no esperar nada a cambio.

Sigo teniendo la esperanza. No es que necesite escuchar esas palabras. Simplemente estoy listo para liberarme de todas las fuerzas, las voces y los gestos que evitan que las pronunciemos. Aun así, no puedo dejar de desear que algún día Kichi se olvide de todo ese ruido masculino, me mire a los ojos y simplemente diga: “Yo también te quiero”.


The New York Times