Cuando la fotoperiodista Anna Surinyach imparte charlas sobre desplazamientos humanos, suele mostrar la fotografía de cinco norteafricanos sacando la rueda de un coche en Barcelona y le pregunta al público:“¿Qué veis aquí”? La mayoría responde que se trata de un robo perpetrado por cinco negros. En realidad son jóvenes inmigrantes que, recién llegados a la ciudad, ayudaron a una joven catalana a quien se le acababa de pinchar un neumático.
“Yo quería retratarlos activos y solidarios, para combatir la típica iconografía en que los inmigrantes aparecen pasivos, sobre todo esperando, pero al parecer eso no es lo que comunica mi fotografía”, me explica Surinyach, que también es la editora gráfica de la revista 5W.
Las imágenes son autónomas, poderosas y, sobre todo, rebeldes. Escapan rápidamente al control tanto del fotoperiodista que las capta y las reproduce como del medio que las publica. Particularmente en nuestra época en que todo el mundo ejecuta y publica sus propias fotografías. Tal vez porque los códigos de la profesión fueron formulados, con el nacimiento de la fotografía, a finales del siglo XIX y principios del XX, el fotoperiodismo está tratando de adaptarse a las nuevas reglas del juego. Y no lo tiene nada fácil.
Gervasio Sánchez, Premio Nacional de Fotografía de España y ganador del premio Ortega y Gasset de periodismo gráfico, desconfía de la idea de crisis del fotoperiodismo: “Es una excusa barata esgrimida por la inmensa mayoría de los medios de comunicación para ahorrar costes. Porque documentar gráficamente es más caro y más difícil que escribir, la fotografía solamente puede ser producida en el lugar de los hechos, mientras que he conocido a periodistas literarios consagrados que escriben a kilómetros de distancia”.
Y añade que “el fotoperiodismo tiene más sentido que nunca en un mundo coaccionado por la propaganda y la mentira, porque es más fácil engañar con la palabra que con la imagen, aunque también haya imágenes monstruosas creadas para manipular y mentir”.
A pesar de que desde la vieja escuela se defienda la vigencia y la pertinencia del oficio, lo cierto es que la autocrítica tiene una ya larga tradición. Como nos recordó la inteligente exposición Antifotoperiodismo en 2010, comisariada por Carles Guerra y Thomas Keenan para el centro de arte La Virreina de Barcelona, durante el último medio siglo encontramos varios ejemplos de importantes fotorreporteros que cuestionan el sentido y la fórmula de su propia profesión.
Uno de los pioneros fue Paul Fusco, que en 1968 aprovechó el funeral ferroviario de Robert F. Kennedy para documentar a la sociedad estadounidense, en lugar de firmar el enésimo panegírico del poder. Allan Sekula e Hito Steyerl son otros de los autores, al mismo tiempo artistas y teóricos, representados en una muestra que encontró en el periodismo la piedra de toque para impugnar la circulación de la imagen en nuestra época posverdadera y llena de photoshop.
En ese nuevo marco, según la opinión del documentalista y director de Altaïr Magazine Pere Ortin, “hay que escapar de la cárcel narrativa de la mentalidad colonial, perder como nos enseña Achille Mbembe el privilegio del discurso y cambiar, como nos dijo Walter Mignolo, la gramática colonial que domina la producción de casi todas las narrativas de los medios de comunicación occidentales”.
Según Ortin, “las imágenes de cierto periodismo internacional, basadas en las múltiples formas del dolor y el sufrimiento humano, son una muestra de los tópicos y malentendidos que el periodismo hereda, sin discutirlos, de la etnología colonial”. Como son fácilmente reconocibles por el espectador medio, son también potencialmente virales. Importa que el periodismo huya de la “pornomiseria” que los documentalistas colombianos Luis Ospina y Carlos Mayolo denunciaron en su película Agarrando pueblo hace ya cuarenta años.
La fotógrafa francesa Séverine Sajous llegó a la Jungla de Calais en octubre de 2015, cuando ya había allí más de ocho mil personas: “Me encontré con muchos fotoperiodistas, con muchos teleobjetivos, algunos eran más brutos, otros buscaban el modo de comprender, pero el ánimo general entre los habitantes de la Jungla era de desconfianza y empezaron a aparecer carteles que decían ’10 euros la foto’ o simplemente ‘no photo’”.
Ella no había ido para hacer fotos, sino para que los que se habían concentrado en Calais de camino al Reino Unido firmaran sus propias imágenes. Sajous organizó el taller Jungleeye y comenzó a conocer las historias de muchos de los migrantes que esperaban el momento de cruzar el Canal de la Mancha. Y a aprender su idioma.
Porque en aquellos kilómetros cuadrados había nacido una lengua propia o al menos un campo semántico que no existía más allá de sus límites: “En total pasé prácticamente un año, y tal vez gracias a mi formación como lingüista me obsesioné con las palabras de frontera que solamente usaban ellos”.
De esa obsesión y de su relación personal con quienes intentaban cruzar la frontera de noche nació más tarde el documental Password: Fajara, que comenzó sola y acabó con Patricia Sánchez Mora, y ha sido seleccionado y exhibido en festivales de todo el mundo. A través de una cámara de visión infrarroja —que recuerda la de caza nocturna— asistimos a los conflictos de esos seres fronterizos en un momento clave de sus vidas. En lugar de acceder a ellas mediante encuadres perfectos y alta definición, lo hacemos atravesando testimonios precarios e imágenes granuladas.
En su célebre ensayo “La macchia de Google” (incluido en Cosas conocidas y extrañas), Teju Cole distingue entre dos grandes formas de entender la fotografía en nuestra época: “Las fotografías que celebran algunas instituciones, pongamos el Premio Pulitzer o el World Press Photo, se consideran irrelevantes y retrógradas desde el punto de vista de otras instituciones, digamos el Deutsche Börse Prize o el MOMA”.
El escritor y artista visual defiende en el resto de su texto una “fotografía de ideas” y la “labor curatorial” del fotógrafo. ¿No sería ése el rol más ético que un fotógrafo occidental podría protagonizar en un contexto de crisis humanitaria? ¿La fotografía no debe buscar relaciones más justas entre sujetos que las propias del imperialismo? ¿No son las imágenes precarias, inestables, imperfectas más realistas que las composiciones perfectas, pictóricas, que acostumbran a ganar los premios más prestigiosos del fotoperiodismo?
“No estoy en contra del fotoperiodismo clásico, aunque mi forma de entender nuestra relación con la imagen sea más conceptual y más participativa”, apunta Sajous, “lo que sí es importante es que haya espacio para diferentes prácticas y que seamos todos críticos”.
Por eso para su nuevo proyecto, Boza, se ha aliado con Surinyach, cada vez más autocrítica con su condición de fotoperiodista. Ambas trabajan en la realizacion de un cortometraje confeccionado con fotos, vídeos o chats de migrantes que cruzan el Estrecho de Gibraltar. “En las redes sociales”, afirma Sajous, “es común que aparezca la palabra boza, que utilizan las personas que ya están en el barco, a menudo como sinónimo de victoria, aunque todavía no puedan realmente cantarla”.
Si Instagram o Facebook han construido un mundo virtual repleto de lujo, sofisticación y triunfo social, no es de extrañar que los migrantes y los refugiados también cuenten en esas redes relatos de éxito y de progreso. “El de las redes sociales es un lenguaje que todo el mundo habla”, afirma la artista, un esperanto sobre todo visual que a través de herramientas críticas como el montaje cinematográfico puede ser tan o más elocuente que un fotorreportaje convencional.
The New York Times