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«Es una decisión difícil pero me voy a retirar del baloncesto», dijo Pau Gasol, en el Gran Teatre del Liceu de Barcelona, ante sus familiares y amigos.

Su decisión, a los 41 años de edad, se da en el terreno de lo lógico tras haber derrotado cualquier sueño que se presentó. Porque Gasol, el genio de Sant Boi, lo consiguió absolutamente todo: fue figura en el básquetbol europeo, en la NBA y con su Selección. Fue, palabras más, palabras menos, el mejor jugador español de todos los tiempos.

En una tierra hecha de redes y botes, no es poca cosa.

Sin embargo, Pau fue mucho más que eso: fue símbolo de una generación que ve partir una certeza de sus entrañas. Nosotros, los contemporáneos a sus artes, nos sentimos huérfanos de una existencia que se escapa de nuestras manos día a día, hora a a hora, minuto a minuto. Granos de arena que se escurren entre los dedos para que otros los atesoren. Vivimos, desde hace décadas, con hechos aceptados que lograron configurar nuestra propia existencia: en Barcelona, Gaudí es la arquitectura, Salvador Dalí y Joan Miró la pintura, y los hermanos Gasol el básquetbol.

Allá va, entonces, el mundo que deja de pertenecernos.

La partida de Gasol nos deja huérfanos de sensaciones. Mendigos de básquetbol en continuado, pasajeros en noches de desvelo con libretos próximos a escribirse. Con límites destrozados a canastazos. Su salida pone las cosas en perspectiva y nos obliga a convertirnos en escapistas sistemáticos de la nostalgia. Allá va de nuevo ese jovencito de brazos infinitos y piernas estilizadas con el uniforme de los Grizzlies al viento.

El puño apretado en una corrida memorable que edifica una esperanza, el grito desaforado en el Saitama Green Arena que consuma una expectativa. El abrazo con Kobe Bryant que simboliza una amistad, la algarabía de victorias épicas bañadas de oro, la soledad de derrotas que solo comprenden quienes las protagonizan. Las caídas, los regresos, las risas y las lágrimas. El dolor, la aceptación y la templanza.

Kobe Bryant y Pau Gasol: compañeros y amigos inseparables hasta los últimos días. Andrew D. Bernstein/NBAE via Getty Images

El número 16 toma carrera por última vez y se eleva: vivirá para siempre en el cielo de estrellas de Los Ángeles.

Se va Gasol y con él se despide una parte de nosotros. Los que respetamos su juego pero mucho más sus valores. Los que quisimos que gane y los que le quisimos ganar. Los que nos alegramos y también los que lo sufrimos. Los que vimos el camino desde cero, a la vera de la ruta, con los dedos cruzados para que las cosas salgan como tenían que salir.

Los que aceptamos infinidad de veces que era mejor que nosotros. Los que lo sentimos distante pero también nuestro. Los que quisimos siempre que su ilusión se transforme en hecho. Para que la historia grande lo abrace como merece. Porque en tierra de caballeros, de deber ser, Gasol fue nave insignia. Jugador brillante, espíritu combativo, persona de excelencia.

¿Cuántos seres humanos están en condiciones de reunir atributos así? El éxito se mide en títulos pero mucho más en conceptos.

Llegarán nuevos equipos, nuevas estrellas y nuevos torneos. El brillo de quienes se fueron pasará a quienes llegan. El dinamismo lógico de la juventud, entonces, apresurará conclusiones, la velocidad del impacto seducirá a nuevos entusiastas a olvidar lo que supo ser. Intentarán que lo dejemos ir. Dirán que eso ya es parte del pasado, que saludemos a los nuevos tiempos. Pero allí estaremos nosotros, sus contemporáneos, para proteger su legado. Para obligarlos a volver las veces que haga falta. Para combatir, hasta el último suspiro, para que ese mundo no muera, para que los pósters colgados de la habitación tengan sentido. Para que la época que invita a tocar fin encuentre siempre una pieza más por bailar.

«¿Ustedes vieron jugar a Pau Gasol?». Y en ese preciso momento, tendré una gran historia para contarles.

Por: Bruno Altieri | ESPN Deportes